
El funk dejó de ser marginal el día que el pop descubrió que podía hacerte bailar. Pero, en ese mismo movimiento, algo se perdió: el propósito original. ¿Qué pasa cuando un ritmo nacido en las favelas para denunciar violencia, racismo y desigualdad se convierte en hit de verano en las playlists globales?
Del gueto a la radio
Nacido en las favelas de Río de Janeiro, el funk carioca fue durante décadas un grito colectivo. Más que un género musical, era un acto de resistencia cultural. Con letras explícitas sobre la brutalidad policial, el racismo estructural, la pobreza y la vida en la periferia, el funk se posicionó como un espacio donde jóvenes negros y empobrecidos podían contar su verdad.
Pero el mundo escuchó primero el beat. La base rítmica cruda, repetitiva, sensual. Lo que para muchos era ruido, para otros se volvió irresistible. Y así, el funk comenzó a colarse en los clubes, luego en la industria, y finalmente en el pop global.

Anitta, Ludmilla y el funk en la alfombra roja
Artistas como Anitta, Ludmilla o Pedro Sampaio han sido claves en llevar el funk a un nuevo nivel de visibilidad. Con producciones pulidas y colaboraciones internacionales, transformaron un sonido local en un fenómeno global. El funk se volvió estético, comercial, exportable.
Sin embargo, en ese proceso de blanqueamiento y rebranding, el contenido político desapareció. Lo que era denuncia, hoy es fiesta. Lo que era marginalidad, hoy es marketing.
Cuando el beat se queda, pero el mensaje no
La historia no es nueva: lo mismo pasó con el jazz, el rock, el reguetón, el hip hop. El mainstream absorbe lo que le sirve —el ritmo, el estilo, la actitud— pero rara vez acepta el contexto social que lo generó. El funk, como el reguetón antes que él, fue domesticado para encajar en campañas publicitarias, festivales y rankings.
La industria adopta la estética periférica, pero no quiere incomodidad. ¿Dónde quedan los discursos sobre racismo, favela, resistencia, represión policial? Quedan fuera del frame, editados, censurados o simplemente ignorados.
Lua de Santana y la raíz que no se pierde
Por suerte, aún existen artistas que no olvidan de dónde viene el sonido. Lua de Santana es una de las voces que entiende el funk desde su origen, no solo como una fórmula sonora, sino como una herramienta de reivindicación social. Su música no solo reproduce el beat, sino que respira la calle, la historia y la lucha de la que nació.
Lua representa esa nueva generación que, lejos de edulcorar el funk para hacerlo más digerible, lo mantiene con todo su filo. Porque se puede evolucionar sin olvidar. Y se puede llegar lejos sin traicionar.
¿Qué nos queda?
Nos queda la pregunta incómoda: ¿qué responsabilidad tiene el pop cuando se apropia de sonidos cargados de historia? ¿Puede haber funk sin favela, o eso ya no es funk? ¿Qué artistas se atreven todavía a mantener el mensaje vivo mientras conquistan el mundo?
Porque el ritmo se puede copiar. Pero la historia que lo acompaña, esa no es tan fácil de replicar. Y si no la contamos, entonces estamos bailando sobre silencio.
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