
Los festivales y sellos discográficos han dejado de ser plataformas para convertirse en cifras dentro de los balances de los grandes fondos de inversión. La industria se gestiona como un medio donde el valor artístico queda condicionado al rendimiento económico sin importar la ética o el contexto que nos rodea. Lo que antes era escena o una forma de ganarse la vida para los artistas hoy son activos financieros. ¿O siempre ha sido así y lo que presenciamos hoy no es más que la forma más cruda de una lógica que lleva desde siempre comercializándose bajo el nombre de cultura?
Dentro de esta contradicción se encuentra KKR, una multinacional estadounidense de administración de fondos de inversión y capital que posee gran parte de lo que consumimos como activos más dentro de su cartera de negocios. Lo inquietante es que no se trata de un caso aislado. Esta dinámica se ha infiltrado de forma silenciosa en cada espacio, definiendo nuestra forma de relacionarnos con la cultura.
KKR y la mercantilización de nuestra cultura
En junio de 2024, KKR (Kohlberg Kravis Roberts) adquirió Superstruct Entertainment, hasta entonces parte del grupo Providence Equity Partners, en una operación estimada en 1.300 millones de euros. Con esta compra el fondo pasó a controlar más de 80 festivales, entre ellos Field Day y Boiler Room en Reino Unido, Sónar y Brunch Electronik en España y Defqon y Awakenings en Países Bajos. Un año antes había cerrado la adquisición de Simon & Schuster, una de las editoriales más grandes e influyentes del mundo.
Lo que encendieron todas las alarmas no fueron estas adquisiciones, sino los vínculos de KKR con Israel y la ocupación de Palestina. El fondo ha invertido en Guesty, una startup israelí de software para la gestión de propiedades, en Ness Digital Engineering, una tecnológica con raíces en Israel y en Semperis, una compañía de ciberseguridad. En el sector inmobiliario aparecen lazos con Yad2, la mayor plataforma de compraventa de propiedades en Israel, denunciada por publicitar viviendas en asentamientos de Cisjordania, considerados ilegales según el derecho internacional.
Yad2 pertenece a Axel Springer, empresa en la que KKR ha invertido, convirtiéndose en beneficiario indirecto de esta comercialización. Recientemente se ha dado a conocer que Meta Platforms está mantiendo conversaciones con empresas de prensa, incluyendo Axel Springer, para integrar contenidos periodísticos en sus herramientas de inteligencia artificial. Esto evidencia cómo quienes están vinculados a violaciones de derechos humanos consolidan cada vez más su control sobre la información y la cultura a nivel global.
Según su página web, KKR está comprometida con la ética, la transparencia y la creación de valor a través de relaciones sólidas y responsables. Siempre y cuando el territorio no sea Gaza. No se trata de simples inversiones, son piezas dentro de un tablero manchado por la sangre de un conflicto geopolítico. KKR no solo financia la cultura que consumimos, sino que posee directamente los espacios donde la consumimos. Concentrando cada vez más poder en la industria cultural global mientras invierte en armas, tecnología y sostiene vínculos con empresas activas en asentamientos ilegales. Cada festival, editorial y discografía pertenecientes a este grupo rinde beneficios a accionistas que no pisan un concierto ni leen un libro.

La voz como arma contra la injusticia
Tras conocerse la compra de Superstruct, colectivos y activistas, entre ellos el movimiento BDS (Boicot, Desinversión y Sanciones) instaron al boicot de festivales como Sónar debido a su vinculación con KKR. Artistas como Arca y la DJ palestina Sama Abdulhadi decidieron bajarse del festival a pesar de que este accediera a varias de las exigencias que esta solicitó. McDonald’s y Coca-Cola dejaron de ser patrocinadores. Sin embargo, el motivo de su abandono era claro. KKR seguía estando vinculado al festival. Con esta decisión Sama dio un mensaje contudente. El arte no puede ser neutral frente a la injusticia. No hay término medio. O estás a favor de la libertad y la justicia o eres cómplice.
Las inversiones son necesarias para el sostenimiento y crecimiento de eventos culturales pero a un precio que no todos están dispuestos a pagar. Mientras artistas como Judeline se desmarcan por completo otros se mantienen en el cartel. Artistas que se pronuncian por Palestina a través de sus redes pero que al mismo tiempo forman parte de un espacio ligado a la ocupación.
Ya lo vimos con KaseO. Resulta irónico que un artista conocido por letras que abordan la injusticia y que cuestionan el poder, adopte una postura pública tan alejada a los ideales que han marcado su trayectoria. En lugar de sumarse al boicot decidió mantener sus compromisos profesionales, alegando obligaciones contractuales y la necesidad de proteger a su equipo. Propuso “compensarlo” donando parte de las ganancias y a través del escenario ha denunciado la violencia en Gaza pronunciando muestras de apoyo a Palestina. ¿Pero es esto suficiente?
Este no es el único. Para algunos el contrato pesa más que la coherencia. Artistas que han pasado por el Grimey x Palestina ahora figuran en los carteles de los festivales financiados por KKR. En una industria donde los mismos nombres de artistas se reciclan de escenario en escenario, la industria no castiga la contradicción. Porque para el negocio no hay nada más rentable que un artista que mientras levanta la bandera de Palestina en un escenario llene otro sostenido por fondos de inversión con vínculos directos a la violencia. No es cuestión de un artista en particular sino de cómo la industria transforma cualquier protesta en producto y negocio.
No solo somos espectadores sino parte del sistema
A pesar del boicot, Sónar reunió a 161.000 personas. 7.000 más que en 2024. Esta no es solo una cifra. Pone en evidencia cómo las masas pueden absorber un mensaje sin que se transforme y que se siga consumiendo. Pensamos que basta con no consumir marcas israelíes para ser solidarios con Palestina pero la cadena es mucho más compleja. ¿Hay que condenar al público?
¿Qué sentido tiene dejar de consumir una marca cuando los Estados garantizan la impunidad de los que se lucran con la violencia? Las acciones realizadas por nuestros políticos son insuficientes e inactivas en la práctica. No solo vale con el reconocimiento del Estado de Palestina. No se han aplicado sanciones económicas, diplomáticas ni comerciales significativas contra Israel ni se han tomado medidas efectivas para detener la violencia o la ocupación. Las resoluciones quedan en papel, los discursos en declaraciones públicas y las acciones efectivas brillan por su ausencia. ¿Qué se espera de nosotros entonces?
Existe una responsabilidad horizontal. Entre nosotros, los asistentes. Cada entrada comprada, consumición realizada y participación es una aportación más que alimenta un sistema que normaliza la complicidad. Pero no podemos olvidar que la responsabilidad no es igual para todos. Nos juzgamos y nos señalamos a pesar de que enfrentamos las mismas limitaciones mientras el sistema sigue intacto.
Si conoces los vínculos de KKR, no inviertas. Si ya has comprado una entrada para un festival vinculado a KKR, no conviertas tu presencia en aprobación silenciosa. No consumas dentro del recinto. Cada gesto es un recordatorio de que tu participación no tiene por qué convertirse en complicidad. La resistencia no está solo en decir “no” como público sino en que se transforme en acción más allá del escenario. Cuestiona. Haz visible tu postura. Exige que estos espacios rompan lazos con fondos como KKR.
También existe una responsabilidad vertical. Los festivales, las instituciones y quienes gestionan estos espacios no son meros espectadores. Tienen el poder de decisión y la capacidad de establecer condiciones. Son ellos quienes deciden que patrocinadores se aceptan, que contratos se firman y que tipo de cultura se produce y se legitima. Por tanto, existe una obligación por su parte de cuestionar a los fondos que financian los festivales, evaluar los vínculos que sostienen y tomar decisiones que reflejen principios éticos claros. Ignorar esto no es neutralidad. Es elegir si blanqueas o no un sistema que normaliza el genocidio.

Festivales que transforman el placer en negocio de opresión
Mientras el pasado 14 de septiembre se suspendía la última etapa de la Vuelta Ciclista en Madrid por las protestas pro-palestinas que bloquearon el recorrido, el festival Brava Madrid se celebrara este fin de semana con más de 50.000 asistentes. En el próximo fin de semana se celebrará el Madrid Salvaje.
En el comunicado oficial publicado a lo largo de esta semana, el festival intentó marcar distancia respecto a las acusaciones de formar parte de los fondos vinculados a KKR, subrayando que no tienen ningún vínculo comercial directo y que todas sus decisiones se toman pensando en artistas y público. Madrid Salvaje responde directamente a la baja de artistas como Gloosito, Bon Calso o Disobey a una semana del festival, acusándolos de actuar con hipocresía. Recuerdan que tenían contratos firmados, que seguían negociando exigencias hasta la misma semana y que de repente decidieron cancelar tras la presión en redes.
Sin embargo, el comunicado condenando el genocidio en Gaza y reafirmando su independencia es una calca del emitido por Brava Madrid, el mismo día que se celebrara su festival. Esto deja entrever una estrategia de comunicación coordinada para minimizar daños más que un gesto de autocrítica o ruptura con la estructura financiera que los sostiene.

Sin embargo, también hay que reconocer que el festival sostiene un punto válido. Muchos artistas denuncian la financiación de fondos como KKR mientras a la vez dependen de plataformas de streaming como Spotify. Los artistas sabían o al menos tenían indicios de la participación de KKR antes o durante la firma de sus contratos. La contradicción no se limita a la organización sino a un problema sistémico que afecta a toda la industria.
Tampoco se salvan las discotecas. A través de X, se ha difundido que Casa Pepa pasó a formar parte de The Music Republic, financiada a través de Superstruct Entertainment, en noviembre de 2024. Apenas cinco meses después de la entrada de KKR. Desde la dirección de Casa Pepa afirman que el club no está gestionado ni representado por The Music Republic. Únicamente se han realizado contrataciones puntuales de booking y que no reciben financiación ni ingresos de su parte. También han recalcado su posición. Están firmemente en contra del genocidio y a favor de los derechos del pueblo palestino.
Sin embargo, el comunicado no propone ninguna medida concreta para distanciarse de The Music Republic en el futuro. La declaración reduce al mínimo su responsabilidad e ignoran su relación que, aunque indirecta, les ha conectado puntualmente con KKR y Superstruct.

No Music for Genocide
Más de 400 artistas se han sumado al movimiento de boicot cultural contra Israel, bajo el nombre “No Music for Genocide”. Su estrategia consiste en impedir que su música sea reproducida en territorio israelí mediante un geobloqueo en plataformas de streaming. Entre quienes se han unido destacan Massive Attack, Amyl and the Sniffers, BADBADNOTGOOD y Japanese Breakfast.
El objetivo es claro. Manifestar un rechazo al accionar del Estado israelí en Gaza al que califican de genocidio. La iniciativa toma como referencia histórica el boicot cultural contra Sudáfrica durante la época del apartheid. En el manifiesto que acompaña la acción, los firmantes señalan que, tras la invasión rusa a Ucrania, varias discográficas retiraron su catálogo en Rusia como medida de censura política, y se preguntan por qué no se han adoptado acciones similares respecto a Israel.
El boicot no solo se centra en Israel, sino también en exponer la complicidad de las plataformas y sus responsables. Las inversiones del consejero delegado de Spotify, Daniel Ek, a través de su empresa Materia Prima, en compañías de tecnología vinculadas a la industria militar israelí, ponen en evidencia cómo la música y la tecnología pueden convertirse en engranajes que normalizan la violencia. Entre estas inversiones destaca la empresa alemana Helsing, que provee software al ejército israelí utilizado para la toma de decisiones militares mediante inteligencia artificial.

El arte que no se posiciona se vende
Desde hace años la música ha dejado de ser un fin en sí misma para transformarse en un producto cuyo valor se mide en números, reproducciones y rentabilidad más que en creatividad o un espacio de libertad y diversidad. Cada festival, gira y plataforma de streaming circulan dentro de una red de intereses económicos, políticos y sociales.
La idea de que el arte está por encima de la política habla desde el privilegio. La cultura define percepciones, discursos. Puede convertirse en un arma de resistencia o de propaganda. No es un territorio neutral. Lo que se juega no es solo quién pone el dinero, sino que relatos quedan fuera. Porque un festival en manos de un fondo puede priorizar patrocinadores y marcas antes que discursos. Una editorial controlada por la especulación puede ser más dócil con algunas narrativas. Cuando un artista decide dónde actuar, con quién colaborar o incluso si se pronuncia o no al respecto está enviando un mensaje, consciente o no.
Apoyar la causa Palestina no es solo es salir a la calle a manifestarte o compartir un post en redes. También implica preguntarse qué tipo de cultura estamos sosteniendo. Esto debería abrir una conversación urgente sobre que significa realmente la independencia cultural y los límites que deberían imponerse sobre la financiación. Este debate no admite excusas. No es solo cuestión de ética y valores. Es cuestionar quién manda y cómo se sostiene la cultura.
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