
Los vemos sobre el escenario, entre luces, humo y coreografías imposibles. Son energía pura, precisión y deseo. Bailarines que convierten un show en una experiencia. Pero cuando se apagan los focos y el artista principal se retira al hotel, ellos siguen ahí: recogiendo su sudor, calculando si ese bolo cubrirá el alquiler del mes. Porque detrás del glamour del pop hay cuerpos que sostienen el espectáculo… y que casi nadie cuida.
Entre ensayos no pagados y contratos invisibles
“En la última gira que hice, nos hicieron ensayar durante dos semanas sin cobrar. Solo nos pagaban por los shows en directo, y no todos incluían dietas ni transporte. Algunos días comíamos cualquier cosa porque no llegábamos”. Quien habla es un bailarín profesional con más de cinco años en la industria musical española. Prefiere mantenerse en el anonimato. No es el único.
La mayoría de bailarines que trabajan en giras de artistas nacionales (e incluso internacionales) lo hacen como freelancers sin contrato fijo. Se les paga por bolo, pero rara vez se tienen en cuenta las horas de ensayo, el tiempo invertido en castings o incluso el desgaste físico y emocional de vivir en la carretera. Y si hay retrasos en los pagos —cosa habitual— no hay a quién reclamar.

Los cuerpos que no aparecen en los créditos
A los artistas se les exige excelencia, pero a los bailarines se les exige devoción. Entrega total. Que aguanten jornadas eternas, que sonrían mientras su espalda cruje, que repitan una coreografía treinta veces sin rechistar. Y que, además, lo hagan con estética, carisma y personalidad.
Pero cuando llega la hora de los reconocimientos —la nota de prensa, la entrevista, el post viral— sus nombres desaparecen. En los créditos de los videoclips muchas veces no figuran. En los carteles de las giras, ni rastro. Como si fueran parte del decorado. Como si el show se hiciera solo.
Danza, deseo y cuerpo queer: ¿visibilidad a qué precio?
En los últimos años, el cuerpo de baile en el pop se ha convertido en un espacio de reivindicación estética y política. Muchas coreografías están protagonizadas por personas queer, no binarias o racializadas. La disidencia se celebra… pero también se mercantiliza.
“El problema es que se visibiliza el cuerpo queer mientras baila, pero no se protege cuando se cae”, resume un bailarín que ha trabajado en varios festivales mainstream. “Ser maricón en escena vende, pero fuera de ahí sigues siendo invisible”.
La falta de regulación y el silencio institucional
En España, no existe un convenio específico que regule de forma clara las condiciones laborales de los bailarines en giras musicales. Algunos artistas contratan mediante empresas externas o managers que funcionan en la informalidad. Otros prefieren “acuerdos verbales”, sin seguridad social ni seguros de salud.
Y mientras tanto, las asociaciones profesionales siguen siendo débiles o con poca visibilidad mediática. Quienes alzan la voz, muchas veces se quedan fuera de próximos castings.

¿Quién se hace cargo?
Hay artistas que cuidan. Rosalía, por ejemplo, ha sido señalada por ofrecer buenos sueldos y condiciones dignas a su cuerpo de baile. Beyoncé ha visibilizado y protegido a sus performers queer en varias giras. Pero siguen siendo excepciones. La norma, por ahora, es la precariedad disfrazada de oportunidad.
Y eso nos lleva a una pregunta incómoda: ¿puede una industria que se apoya en el cuerpo para crear espectáculo permitirse no protegerlo?
El show debe continuar… pero no así
Cuando el último acorde suena y el público grita eufórico, los bailarines se van detrás del telón. El artista principal se funde en aplausos. Ellos, en silencio, recogen sus cosas, a veces con hielo en la rodilla o una contractura mal curada. El show ha brillado. Pero ¿a qué precio?
El pop vive del cuerpo. De su fuerza, su belleza y su resistencia. Pero el cuerpo también se agota. Y si la industria no empieza a reconocer y cuidar a quienes lo ponen al servicio del arte, el espectáculo, por mucho que lo pretendan, no podrá continuar.
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