KKR compra tus festivales favoritos. ¿Y tú seguirás bailando financiando la masacre en Gaza?

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Lo que empezó como una tendencia de concentración empresarial ha terminado por poner sobre la mesa algo más complejo: ¿quién financia la música que bailamos? La reciente compra de Superstruct Entertainment por parte del fondo estadounidense KKR no solo modifica el mapa de los festivales en España, sino que también plantea preguntas que van más allá de los carteles y los escenarios.

Cuando los festivales dejan de ser independientes

Superstruct Entertainment es el nombre detrás de más de 80 festivales alrededor del mundo. En España, su presencia se ha consolidado con eventos como el FIB, Resurrection Fest, Viña Rock, Arenal Sound, Monegros Desert Festival o el Sónar. Con la entrada de KKR —uno de los fondos de inversión más poderosos del planeta— esta red de festivales pasa a integrarse en una lógica empresarial global.

Lo que podría parecer simplemente una operación financiera tiene implicaciones profundas. Porque hablamos de festivales que, en muchos casos, nacieron desde lo alternativo, lo contracultural o lo independiente. Y ahora forman parte del portfolio de un fondo cuyo interés no está en la cultura, sino en el rendimiento económico.

La música no es neutral

En MADSHION no creemos en la cultura aséptica. El año pasado decidimos no cubrir Eurovisión. No fue una decisión estética ni de agenda: fue política. Porque cuando el certamen vetó a Rusia en 2022 por la invasión de Ucrania, asumió un posicionamiento ético que luego se negó a repetir con Israel, incluso ante denuncias graves de organizaciones de derechos humanos por su ofensiva militar sobre Gaza.

No pedimos pureza. Pero sí coherencia. Y en ese contexto, la entrada de KKR en el circuito de festivales musicales españoles no puede analizarse solo desde la economía, sino también desde los valores que se sostienen (o se abandonan) cuando se aceptan ciertas inversiones.

KKR no es un fondo israelí. Es una firma estadounidense. Pero sus inversiones han estado vinculadas a empresas que colaboran con el Estado de Israel, y eso ha generado respuestas críticas dentro del propio sector cultural. Boiler Room, también adquirida por Superstruct, publicó un comunicado cuestionando la decisión de sus nuevos dueños. En Finlandia, trabajadores del Flow Festival han iniciado una campaña pública exigiendo claridad sobre el origen de los fondos.

¿Y en España? Silencio, por ahora

En el circuito español todavía no se ha levantado mucha voz. Pero no por falta de motivos. ¿Qué pasa con la diversidad en los carteles cuando la curaduría responde a una lógica corporativa? ¿Qué ocurre con el tejido local cuando los festivales se vuelven franquicias? ¿Y con los artistas emergentes, cuando el criterio pasa a ser rentabilidad global y no impacto cultural?

Esas preguntas todavía no tienen respuesta. Pero deberían empezar a hacerse.

Porque los festivales no son solo espacios de ocio. Son plataformas de visibilidad, de relato, de comunidad. Son lugares donde se define qué suena, quién se escucha y qué se celebra. Y si no preguntamos quién está detrás de todo eso, corremos el riesgo de quedarnos bailando sin saber quién está poniendo la música.

Michaels Mads
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